"No camines detrás de mí, puedo no guiarte.
No andes delante de mí, puedo no seguirte.
Simplemente camina a mi lado y sé mi amigo"
(A. Camus)


sábado, 29 de diciembre de 2012

Lo mío es lo bueno, y punto final.

                                  
¿Quien de nosotros alguna vez no ha podido pensar: pero este/a qué me está contando? Somos hombres y mujeres a los que nos gusta nos den la razón: ante lo sucedido en casa o en el trabajo enseguida esperamos valoren positivamente nuestra versión u opción. Los proyectos que hacen sonar nuestro despertador desvelan sueños, pequeñas metas que diaria o periódicamente queremos ir conquistando: esas victorias influyen más de lo que pensamos en nuestro carácter y en las ganas de afrontar la pelea de cada día. Cualquier acontecimiento o persona que se salga de lo habitual (de lo que nosotros consideramos como 'normal') nos quita la paz más rápido de lo que nos podamos ni imaginar, inmediatamente vemos la mejor manera de quitarla de en medio, si hace falta incluso en las redes sociales. Los demás no nos hacen falta...

Una vida en plenitud nos abre a la sorpresa: las cosas ni son tan difíciles ni tan imposibles como podamos creer, mis puntos de vista no tienen que ser siempre los correctos... Las dificultades siembran el susto, las contradicciones cosechan la pérdida de la la paz, los disgustos dan como fruto el desánimo. En el día a día siempre hay que roturar y echar la semilla con buena cara, sin esperar segundas intenciones, sin ponernos a calcular y esto por qué y para qué. Vivimos en una sociedad de seguros para el coche, la casa, la moto, la vida o los mordiscos del perro: somos hijos de una mentalidad mercantilista que a todo le pone precio y caducidad. La experiencia nos demuestra que la amistad, el amor, la felicidad, la tranquilidad o la fidelidad no hacen falta ni comprarlas ni mucho menos hacerlas caducar.

En una sociedad salvajemente materialista podemos vivir en tres actitudes:

1.- Sólo se come lo que gusta, sólo aceptamos lo que realmente nos apetece o creemos nos sirve -por lo menos en Europa que tenemos de todo-. Tenemos que darnos cuenta de que lo que realmente caduca somos nosotros mismos: ¡cuánto hemos cambiado -en pocos meses- opiniones, valoraciones o juicios! Con la mente cerrada, con la vida negada a la sorpresa, creyéndonos siempre el centro, nunca tendremos necesidad. Estaremos 'fartucos' de nosotros mismos, aburridos, cansados, desengañados, a la búsqueda siempre de nuevas sensaciones... La vida compartida sacia, llena, fortalece. Pero no de cualquier manera. Por eso los demás muchas veces ya no nos dicen nada, nada nos suena a nuevo:
nos hemos acostumbrado a que los demás sean algo mas, no alguien mas...

2.- ¿Que damos nosotros a los demás? Queremos que nos ayuden, que nos vaya bien la vida, que los problemas sean para los demás y no para mi... Pero a los demás les contentamos con una velina en la tarta, una promesa que igual ni cumplimos o un mensajito oportuno. No. Hay que prepararse, revisar, actualizar la base de datos de nuestra vida... No queramos engañar a los demás engañándonos a nosotros mismos. Sabemos que no podemos tratar a los demás de cualquier manera, como tampoco nos gustaría que de cualquier manera nos trataran los demás.

3.- Y cada tarde, dar gracias. Nos han dado lo que no era nuestro, lo que necesitábamos. Y parece como si los demás nos debieran un favor. El favor te lo han hecho a ti. Una vez más han querido encontrarse contigo, con nosotros. Se agradecido. En cada detalle: amabilidad, dulzura, comprensión, servicialidad.



miércoles, 19 de diciembre de 2012

De lo que yo creo a lo que los demás ven


Es ya un clásico de nuestras vidas comprobar cómo cambia el prisma o la perspectiva depende de quien lo mire. Para nosotros lo que hacemos siempre está bien. Nos encanta el resultado de nuestro trabajo y esfuerzo, las notas dominantes de nuestra personalidad. Incluso en los detalles pequeños: podemos tardar años en encontrar nuestro estilo, aquel con el que nos identificamos. Pero el resultado de tantos esfuerzo merece la pena: soy yo mismo, nosotros mismos.

En cambio, qué fácil es encontrar en la vida alguien que no sepa valorártelo adecuadamente o incluso ni pierda tres segundo contemplándolo o contemplándote. Es ley de vida. Nos gusta que nos reconozcan y nos den nuestros minutines en el paseo de la fama. El cansancio tras el esfuerzo necesita de la aprobación general, del aplauso postrero a la culminación de una obra genial donde el espectador se ha sentido involucrado.

Pero esta vida es la de las prisas. Ya decía Manuel García Morente que este mundo corría y corría hasta extenuarse con el triste destino de ni siquiera saber a dónde iba tan deprisa. Por eso lo que nos pasa a nosotros no es tan raro: le sucede también a los demás.

Para lo nuestro siempre tenemos tiempo, todo nos parece poco. Incluso creemos deberían valorarnos más, tenernos más en cuenta, aceptar dogmáticamente nuestras opiniones. En cambio para lo de los demás siempre tenemos prisa: creemos que ya tenemos bastante con lo nuestro. Y lo mejor es no coger la llamada del móvil o no responder al mensaje o pasar de largo para no encontrarte con el pesado de turno. Tenemos mucha prisa para lo de los demás, ninguna para lo nuestro.

Vivimos una sociedad -ya se dijo en un post anterior- de escaparates ambulantes: todos tenemos mucho y muy bueno que mostrar. Tenemos los mejores productos, soluciones y respuestas en nuestras estanterías. Pero el resto anda con la misma velocidad que yo: ¡a tope! Y por eso ni nos enteramos -y muchas veces preferimos ni enterarnos- de lo que pasa a nuestro alrededor, con los de nuestro entorno. Nos preocupamos tanto del interior de nuestro escaparate que se nos olvida que lo que quieres para ti primero debes sembrarlo en los demás. Ya lo dice el refrán popular: "manos que no dais, ¿qué esperáis?"

Es Navidad: tiempo de pararse a pensar. De disfrutar de familia y amigos. De aminorar la prisa del tren de la vida para disfrutar del paisaje y del "paisanaje", de darnos cuenta de que alrededor hay muchas personas con experiencias dignas de ser compartidas. Lo mío, lo de ellos: es lo de todos. Con lo de todos llegaremos al final con la satisfacción de haber experimentado que hemos sido más felices, que hemos tenido más (compañía, amistad, alegría, compasión...); con lo mío si tendré, claro: la insatisfacción de que nadie jamás me entendió, la desazón de experimentar si mereció la pena tanta lucha. Que no se nos pase una oportunidad más de Navidad perdida entre viajes, cenas, prisas y búsqueda de regalos...

No está la felicidad en el tener, sino en el compartir. No se trata de hacer nada raro: hacer lo mío de los demás, hacer a los demás parte de mi. La vida no es un otoño: donde los demás se descubren, se quitan sus hojas ante mi. La vida debe ser primavera: donde los demás florecen, sacan sus mejores colores y sonrisas, gracias -en parte- a mi...


domingo, 2 de diciembre de 2012

El amor no soporta el silencio



No podemos disimular. Somos -normalmente- hombres y mujeres que buscan la alegría. Nos encanta estar bien con nosotros mismos y con los demás, la alegría es tremendamente contagiosa. Nos entusiasma también que los demás lo pasen así con nosotros. Sonrisas, miradas, complicidades, incluso los silencios, encuentran sentido en esos momentos. Lo que nos apetece es que esas jarras de cerveza sigan bajando de nivel celebrando la amistad, o se confundan los humos del cigarro con el vapor del café. Una excursión, una aventura, una mesa, una oración... Todos esos ámbitos los sabemos aprovechar. Experimentamos en ellos  ansia de eternidad, deseo de que la vida siempre fuera así. Necesitamos estar enamorados, ser cómplices: pero de muchas personas, situaciones, alegrías, compañías, canciones...

Todavía nos hace reír aquella anécdota, la llamada inoportuna o la metedura de pata. Recordamos con agrado los momentos y complicidades vividos en torno a una mesa, aquella excursión que esperábamos no acabara nunca. No vivimos de melancolías, pero esos recuerdos son los que ensanchan nuestros corazones en los momentos bajos, en las situaciones difíciles, en los días de bajón. Por estar "enamorados" no vamos a evitarlos, pero si afrontarlos de manera muy diferente.

Si algo nos hace feliz es palpar la felicidad en la mirada del que te has tropezado de repente o del whatsapp que acaba de sonar en tu móvil. Alegría de saber que para esa persona eres importante, eres "alguien" por el cual merece la pena parar en el trasiego diario. Te apoyas en ese sentimiento, en esa vivencia. Es algo real: En medio de los ruidos y trajines de la vida, de las dificultades y enfermedades, de los hospitales y rehabilitaciones, de exámenes o conferencias, de trabajo rutinario o tráfico embotellado. Sobre tanto ajetreo sobresalen los momentos de amistad. Donde realmente eres tú, donde realmente los otros te valoran por lo que eres. Todos necesitamos esa parada, ese café, esa cerveza, esa mirada, esa sonrisa, esa complicidad.

Nos encanta, pues, ser felices y hacer felices a los demás. No lo podemos disimular. Lo mejor es estar "enamorado". Sólo un enamorado sabe lo que siente, lo que contagia. A alguien "desenamorado", frío, serio, rencoroso, lánguido sólo le entienden las frías y marmóreas estatuas de cementerio, inermes testigos de un tiempo caduco, condenadas también a la soledad pese a los cientos de cadáveres presentes.

Pero hay momentos en los que el silencio pesa. Nos duele el silencio, nos incomoda la "calma chicha". Cuando ya no hay quien se siente a tu mesa o apure su vaso contigo. Cuando el móvil espera el mensaje que nunca llega. Somos hombres y mujeres de ciencias: hacemos demasiados cálculos y por eso los cuentas no nos salen. El amor, a veces, se hace esperar, es encontradizo, escurridizo, huidizo. Y no me refiero al amor de enamorar, sino al amor aristotélico de amistad, que es uno de los más puros. Nos gustaría que nos amaran como nosotros queremos, que nos lo demostraran como nos gustaría que lo hicieran ¿pero es eso amor de amistad? No, más bien me suena a hipoteca.

Deja que cada uno te ame como pueda. El amor no es tanto detalle -que también- como seguridad: la tranquilidad de que tras ese número o esa matrícula hay alguien que merece la pena. Con café solo o descafeinado, con cerveza belga o una sin, con un vaso de vino o un botellín de agua. Pero déjate querer: práctica la sencillez, la acogida, el respeto, la verdad. Sé libre para que los demás se den cuenta de que también tienes tus límites y no hay que estirarte como a los chicles. No es el truco el que los demás me llenen el vacío que experimento, sino que entre tu amig@ y tú hagáis un todo, donde ya no hay vacío sino plenitud. No "necesito" a mis amigos. Son más que necesidad: son parte indispensable de mi vida. 

El amor no soporta el silencio, es verdad. Pero que ese silencio no sea la expresión del vacío interior por lo que crees deberían darte los demás. Que ese vacío sea el espacio necesario par llenarlo con las palabra y sonrisas, con la esperanza y paz que aportan aquellas personas -que de la manera que puedan- te demuestran cada día que  tu no eres un@ más.