"No camines detrás de mí, puedo no guiarte.
No andes delante de mí, puedo no seguirte.
Simplemente camina a mi lado y sé mi amigo"
(A. Camus)


miércoles, 11 de junio de 2014

Aprender a equivocarse

                                   
¡¿Pedir perdón?! Triste cometido en una sociedad donde sólo impera lo "perfecto". No nos equivoquemos, nos han vendido un producto que hemos tragado sin disimulo, y si lo perfecto eran los cuerpos danone, los findes veraniegos de playa con barbacoa y los findes invernales de casa rural con chimenea, nos hemos entregado -cual público en concierto- a los sones imparables de la modernidad.

Los sociólogos lo llaman Mc'World. Un fenómeno que todo lo abarca y barniza: desaparece lo característico para envolvernos en el papel celofán de la normalidad, de la uniformidad. No hay razas, ya no hay color, sólo hay dinero. Y para responder a esta globalización o compras tu posición o mejor te quedas en casa (si es que la hipoteca te permite disfrutarla antes de que te mueras). No tienes que ser tu mismo, eso es una vulgaridad: ¡hay que ser como los demás! Sino, ni eres moderno ni estás al día. Y es un fenómeno que parece no tiene marcha atrás.

Su contrario sería la Mc'Yihad, que no dejaría de ser -¡ya lo indica el nombre!- un solapado aldeanismo, integrismo o costumbrismo. Algo marginal, anticuado, para inaptados sociales con profundo dolor de tortículis de tanto mirar hacia atrás.

Los fallos, pues, nos cansan. A tantas horas de gimnasio, tantos kilos de músculo. Horas de trote, calculados menos gramos de grasa. A unos ingresos, correspondientes beneficios. Todo está programado. Ropa de verano, invierno, entretiempo. Bicis de verano y piscinas de invierno. Menos libros y más revistas divulgativas. Sabemos cómo tener la cintura, qué ropa llevar para ir a la moda y nos dicen qué revista es la mejor para el preciso momento. Y, lo peor, obedecemos creyendo que alcanzaremos la felicidad. Somos tan borregos que subimos los cuellos de nuestros polos, nos dejamos la barba de tres días, nos embutimos en unos leggins y vamos por la vida abanderados de la modernidad, perdón, de la normalidad (sic). Y por eso no damos ni un paso en falso para evitar que nuestro maniquí tan repeinado y peripuesto se vea por los suelos. El fracaso no entra en nuestros cálculos. ¡Nos enseñan a que sea así!

Así, la depresión está a la orden del día. Por los proyectos frustados, por los sueños truncados, por los objetivos no conseguidos. Los payasos ya no están en el circo, sino en la calle. Nos hemos convertido en auténticos malabaristas de lo imposible, de la fuente de la eterna juventud que nunca encontraremos. Porque la vida avanza imparable, a carcajada limpia, para aquellos que creían vivir el sueño de la eterna juventud. Que acaba, por cierto, en el silencio absoluto de una condena -el olvido- a la que nos somete la única instancia que nos iguala a todos en el postrero juicio. 

¿Solución? Aprender a equivocarse, aceptar las errores de los demás. Una palabra, un comentario, un gesto, una ausencia. Es sanísimo reconocer que no somos perfectos, que no lograremos la plenitud de ser a golpe de euros. Querer es perdonar, ayudar, corregir, sostener, amparar, acoger... 

Reconocer tus límites, fallos, meteduras de pata. Aprender a perdonar ¡y a reirse! con lo de los otros. Al final del camino no te seguirán los que se creían perfectos (porque sólo se necesitan a ellos mismos), sino que tendrás a tu lado a aquellos que supiste perdonar y que te perdonaron, con los que supiste convivir en lo bueno o lo malo, los que te corrigieron y corregiste, los que sonrieron o lloraron sobre tus hombros. Los que creyeron que tu vida era demasiado importante como para dejarte pasar de largo... ¡Aprende a vivir! ¡Aprende a equivocarte!