"No camines detrás de mí, puedo no guiarte.
No andes delante de mí, puedo no seguirte.
Simplemente camina a mi lado y sé mi amigo"
(A. Camus)


jueves, 27 de enero de 2011

el no saber esperar...


Seguramente os habrá pasado alguna vez, en algunos momentos puntuales: ¿Cuándo os sentís más ridículos? A todos nos pasa: después de haber sacado fuera el genio. Perdemos los papeles, nos cansamos: ¡hasta aquí podíamos llegar! Y “descargamos la nube” sobre el infeliz de turno. Pero, pasada la tormenta nunca nos sentimos más arrepentidos o más ridículos por haber sido así, aunque muchas veces tengamos la razón.

Es una de las características más importantes de nuestra sociedad: la impaciencia. Todos tenemos prisa: en las colas, en las compras, en los recados, en las visitas, en el "amor", en nuestras relaciones sociales. Y lo más cómico del caso es que, aunque realmente no tengamos prisa, como los demás si parecen que la tienen nos contagian. “No me gusta que me hagan perder el tiempo”, decimos, “no tengo todo el día”. Ya decía Manuel García Morente que esta sociedad parecía condenada a correr y correr como un galgo en pos de la liebre sin saber ni a dónde ni por qué...

Y también es ésta una acusación que podemos aplicar a los demás, incluso a Dios: “no nos gusta que nos hagas perder el tiempo”. ¿Por qué? Sencillo: ante un problema serio de nuestra vida, una dificultad repentina, o incluso el hambre o la guerra o el mal de nuestro mundo, nos gustaría que Dios -y/o los demás- actuasen ¡YA!... pero sentimos que Dios no actúa, no habla, no “funciona”, que los demás no hacen las cosas como a nosotros nos gustaría. Porque Dios -parece-es esencialmente paciencia. Y su paciencia es nuestra redención frente a nuestras impaciencias. Dios tiene claro que lo que salva al mundo es el Amor, no el poder. El mundo lo ha salvado un Crucificado, no los crucificadores que tenían ese poder. El poder selecciona a los mejores para mi servicio, crea siervos, dependencias y favoritismos (que por cierto ¡cómo nos encantan!). Pero el amor nos hace iguales, más aún: servidores... El poder engendra impaciencia: ¡esto lo quiero así y así... porque lo digo yo... porque no hay más que hablar! Frente a la tentación de querer mandar, la solución de amar...

Pero esto, que parece tan sencillo, no es tan fácil. Ser servidor significa ser como ese Jesús de Nazaret clavado en la Cruz. Él pasó por “tonto y por malo”. Y esa es la perenne diatriba: no la sangre, sino querer hacernos pasar los demás por “los tontos y los malos”. ¿Eres así sólo por amar? Paciencia: el amor todo lo puede, todo lo disculpa, no pasa nunca.

Termino con una de Ávila, Teresa de Jesús:

Nada te turbe,
nada te espante:
todo se pasa.
Dios no se muda:
la paciencia todo la alcanza,
quien a Dios tiene nada le falta,
sólo Dios basta.