"No camines detrás de mí, puedo no guiarte.
No andes delante de mí, puedo no seguirte.
Simplemente camina a mi lado y sé mi amigo"
(A. Camus)


miércoles, 19 de diciembre de 2012

De lo que yo creo a lo que los demás ven


Es ya un clásico de nuestras vidas comprobar cómo cambia el prisma o la perspectiva depende de quien lo mire. Para nosotros lo que hacemos siempre está bien. Nos encanta el resultado de nuestro trabajo y esfuerzo, las notas dominantes de nuestra personalidad. Incluso en los detalles pequeños: podemos tardar años en encontrar nuestro estilo, aquel con el que nos identificamos. Pero el resultado de tantos esfuerzo merece la pena: soy yo mismo, nosotros mismos.

En cambio, qué fácil es encontrar en la vida alguien que no sepa valorártelo adecuadamente o incluso ni pierda tres segundo contemplándolo o contemplándote. Es ley de vida. Nos gusta que nos reconozcan y nos den nuestros minutines en el paseo de la fama. El cansancio tras el esfuerzo necesita de la aprobación general, del aplauso postrero a la culminación de una obra genial donde el espectador se ha sentido involucrado.

Pero esta vida es la de las prisas. Ya decía Manuel García Morente que este mundo corría y corría hasta extenuarse con el triste destino de ni siquiera saber a dónde iba tan deprisa. Por eso lo que nos pasa a nosotros no es tan raro: le sucede también a los demás.

Para lo nuestro siempre tenemos tiempo, todo nos parece poco. Incluso creemos deberían valorarnos más, tenernos más en cuenta, aceptar dogmáticamente nuestras opiniones. En cambio para lo de los demás siempre tenemos prisa: creemos que ya tenemos bastante con lo nuestro. Y lo mejor es no coger la llamada del móvil o no responder al mensaje o pasar de largo para no encontrarte con el pesado de turno. Tenemos mucha prisa para lo de los demás, ninguna para lo nuestro.

Vivimos una sociedad -ya se dijo en un post anterior- de escaparates ambulantes: todos tenemos mucho y muy bueno que mostrar. Tenemos los mejores productos, soluciones y respuestas en nuestras estanterías. Pero el resto anda con la misma velocidad que yo: ¡a tope! Y por eso ni nos enteramos -y muchas veces preferimos ni enterarnos- de lo que pasa a nuestro alrededor, con los de nuestro entorno. Nos preocupamos tanto del interior de nuestro escaparate que se nos olvida que lo que quieres para ti primero debes sembrarlo en los demás. Ya lo dice el refrán popular: "manos que no dais, ¿qué esperáis?"

Es Navidad: tiempo de pararse a pensar. De disfrutar de familia y amigos. De aminorar la prisa del tren de la vida para disfrutar del paisaje y del "paisanaje", de darnos cuenta de que alrededor hay muchas personas con experiencias dignas de ser compartidas. Lo mío, lo de ellos: es lo de todos. Con lo de todos llegaremos al final con la satisfacción de haber experimentado que hemos sido más felices, que hemos tenido más (compañía, amistad, alegría, compasión...); con lo mío si tendré, claro: la insatisfacción de que nadie jamás me entendió, la desazón de experimentar si mereció la pena tanta lucha. Que no se nos pase una oportunidad más de Navidad perdida entre viajes, cenas, prisas y búsqueda de regalos...

No está la felicidad en el tener, sino en el compartir. No se trata de hacer nada raro: hacer lo mío de los demás, hacer a los demás parte de mi. La vida no es un otoño: donde los demás se descubren, se quitan sus hojas ante mi. La vida debe ser primavera: donde los demás florecen, sacan sus mejores colores y sonrisas, gracias -en parte- a mi...


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