"No camines detrás de mí, puedo no guiarte.
No andes delante de mí, puedo no seguirte.
Simplemente camina a mi lado y sé mi amigo"
(A. Camus)


domingo, 19 de febrero de 2012

Belchite (la soledad de la Victoria)



No fue posible la paz!" clamaba Gil Robles, y los campos de batalla le dieron la razón dejando abiertas cicatrices que ni el tiempo ni el perdón han podido cerrar. No fue posible la paz entonces y, quizá, ahora tampoco.
Visitar hoy Belchite es resucitar aquellos muertos y hacer tuya cada escena: oler la pólvora, palpar el miedo, escuchar tímidos rezos nocturnos, compadecerse por los gemidos de heridos hacinados en iglesias e improvisados hospitales. Recorrer el poco tramo de calle que aún se mantiene en pie te hace ser protagonista con aquellas gentes y adivinar detrás de cada ventana situaciones, miedos, proyectos, sueños y esperanzas... El casino -para la gente con pudientes-, las iglesias de san Agustín y san Martín, la moderna casa de la Domi, la del médico, el hospital de san Antón, el arco de la Villa, la plaza de Goya. El hogar de más de 3.000 personas que en pocos días verán perdido todo: casa, enseres, familia y futuro.
Belchite tuvo mala suerte. Quedó demasiado cerca de la línea de frente y demasiado lejos de ser algo importante. La República necesitaba propaganda. Santander "caía" y Zaragoza era inexpugnable. Se ofrecía como un caramelo apetitoso, fácil de tomar.
Pero dentro soñaron muy alto: se quiso hacer de ella una Numancia o un Sagunto aragonés. Requetés (tercios de Almogávares y Montserrat), falangistas, tropas del ejército y voluntarios del pueblo formaron la línea de defensa. El 26/28 de agosto de 1937 comienzan cerco y asedio. El 6 de septiembre todo termina. Son días de enconada lucha, casa por casa, habitación por habitación. Lo que tardas en recorrer 10 minutos los republicanos lo hicieron en 3 días. Dicen que murieron atacándola 7.000 hombres. En su defensa 2.500.
Belchite era una fortaleza, los asaltos de bandoleros o partidas carlistas habían delimitado su fisonomía, con sólo tres puertas de acceso. Se prestaba a ser buen baluarte, y supo cumplir. Pero desgastada por el intenso bombardeo aereo y de superficie, la superioridad numérica republicana forzó la máquina. Aquellos belchiteños que creyeron la victoria se encontraron con el horror: pared a pared el enemigo luchaba contra una defensa enconada. El trujal se convierte en socorrida sepultura y pronto 200 cadáveres serán quemados por las autoridades republicanas en una pira -tomado Belchite- donde hoy se levanta una cruz de hierro forjado.
En Belchite perdimos todos. Perdió la República, que gastó 7000 de sus hombre y muchos días de espera por una población que poco pasaba de 3000 personas. Perdió Belchite, que vió arrasado su sueño de gloria de ser un nuevo Alcázar de Toledo. Cayeron sus esperanzas de poder contemplar las banderas de aquel ejército que debiera haber llegado en su auxilio. Y perdieron los muertos. En el "Monumento a los Caídos" hay una pintada: honor a los muertos. Pero quizá los muertos no necesiten hoy honores, sino explicaciones... ¿para qué tanta vida segada? ¿Merecen las ideas políticas tanta sangre? ¿Mereció la pena el esfuerzo?
Belchite se acabó aquel 6 de septiembre. Es verdad que el pueblo fue ocupado por las Brigadas Internacionales y que después de la Guerra aún se habitaron algunas casas. Pero nunca más volvió a ser el mismo. Sus Iglesias quedaron en silencio y nunca más se oyó musitar rezos en ellas. Su casino, bares y el cine se quedaron mudos, ya no había más que decir. Sus calles, desiertas. Sus casas, hundidas. Las puertas de la Villa, abiertas -si- pero para que nadie entre ni salga, sólo el polvo del camino, impotente para sepultar en la arena del olvido tanta ruina.
Ruinas de fachadas que sólo esperan otro golpe de viento, cerraduras en destartaladas puertas que ninguna llave ya abrirá, huecos de campanarios que no esperan campanas, obuses estrellados en iglesias que ya no tienen por qué estallar, acequias cansadas de traer agua que nadie bebe, santos de escayola en bóvedas eclesiásticas a los cuales ya nadie mira ni reza, balcones sin alegres macetas, cerradas contraventanas condenadas a nunca más abrir... Sólo hay un lugar lleno, el único sitio donde fue posible la Paz: el cementerio y las diversas fosas comunes improvisadas en cualquier esquina. Allí todos somos iguales, sin vencidos ni vencedores.
Belchite duerme: las casas y tiendas vacías y sin corros de niños alborotando las calles, nadie se sienta ya en tertulia en torno a la fuente metálica del ayuntamiento, vacío el turno para la partida de cartas del bar... se fueron las monjas dominicas que habían roto su clausura para cuidar enfermos; volaron los sueños del Seminario Belchiteño, convertido en amasijo de ruinas; las dos bandas de música -cada una decantada por una idea política diferente- dejaron de tocar. El tempo de silencio se impuso por las armas... y si visitas Belchite te darás cuenta -las piedras te enseñarán la lección- de que todavía nadie -¡respirarás la tensión!- se ha atrevido a arrancar de nuevo el primer compás...

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